sábado, febrero 14, 2015

Por quien repican las campanillas

Una pequeña e inquietante premonición ecologista


_ecologismo_
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“Tengo frío, mami”

Alba miró a su hija. “Cállate, Sauce. Será por poco rato más. Mantente en silencio y respeta a los árboles”.

Ya era bastante duro para Alba soportar una hora de respeto a los árboles mientras la nieve caía a su alrededor. Sauce tenía solamente siete años; debía estarse congelando.

En realidad nunca había tenido mucho sentido. ¿Por qué ir hacia los árboles en medio del invierno, cuando todos estaban adormecidos? Sería mucho más fácil y agradable si el Día de la Tierra se celebrara en verano. Bien, Alba sabía cual era la razón. Simplemente no se atrevía a decirla en voz alta.


“Mami, por favor”. Sauce tiró de la mano enguantada de Alba.

“Shhh. No podemos irnos hasta que suenen las bocinas o Santa nos podrá en su lista mala”.

Alba apretó sus labios. Seis años antes el padre de Sauce había sido puesto en la lista mala. Sauce probablemente no recordaría a su padre. Bajó la cabeza y apretó la mano temblorosa de Sauce. El frío era intenso este año. Se sentía como si sus ojos fueran a congelarse. Sauce sollozó suavemente, hundiendo su carita entre los pliegues del abrigo de su madre.

La bocina resonó a través del bosque. Sauce se aferró a su madre. Su temblor podría deberse al frío, o al miedo, o quizás a ambos.

“Vamos, es hora de volver a casa y calentarnos antes de la caída del Sol”. Alba puso su brazo alrededor del hombro de Sauce y la guió en la larga caminata de regreso al conjunto de cajas, entre otros muchos conjuntos idénticos de cajas, que llamaban hogar.

A su alrededor otros salían del bosque. Algunos solos, otros en parejas, y algunos otros con niños. Todos iban a sus hogares en silencio. Una palabra descuidada, un chiste, incluso un “hola” en voz alta podrían ser considerados como falta de respeto en esta ocasión tan solemne y eso significaría una noche de miedo. Una noche con la esperanza de no escuchar el sonido de las campanillas.

Alba presionó con su mano la placa de la puerta y esta giró hacia adentro. Hechó una mirada sobre su hombro mientras la hacía pasar al interior de la casa. El sol ya estaba bajo en el cielo y necesitarían entrar en calor antes de que cayera la noche. La tarde del Día de la Tierra casi había llegado a su fin, y esta noche la obscuridad sería total.

“Apresúrate, Sauce. Quítate esas ropas mojadas y toma una ducha caliente. Tendré ropa caliente para ponerte en cuanto hayas terminado”. Cerró la puerta y echó la cerradura; aunque en realidad eso no haría ninguna diferencia. “Y apresúrate. Mamá también necesita entrar en calor”.

Mientras Sauce corría hacia el baño, Alba entró en la cocina, llenó la caldera y la encendió. Necesitarías sus botellas de agua caliente y también una sopa caliente para mantenerse vivas durante la noche. Los termos ya estaban alineados sobre la mesa de la cocina.

Alba puso el calentador al máximo y fue a su habitación para quitarse las ropas empapadas. Una rápida friega con la toalla y, vestida únicamente con su salto de cama, regresó a la cocina. La primera caldera de agua fue a los botellas y la caldera estuvo llena e hirviendo otra vez antes de que la sopa en la estufa se hubiera calentado.

Era una locura, por supuesto, pero Alba sabía que por todo el país estaría sucediendo lo mismo en cada hogar. El consumo de energía alcanzaría niveles sin precedentes y habría una caída de tensión o incluso un apagón. Sucedía lo mismo cada año. El truco estaba en conseguir que la mayor parte de tus preparativos ya estuvieran hechos antes de que se sobrecargaran los corta-circuitos. En el nombre del “ahorro de energía” todo el mundo consumía tanta como fuera posible por unas pocas horas.

Sauce reapareció vistiendo un grueso jersey de lana. “Ahora tengo mucha calor, Mami. ¿Puedo quitarme esto?

“Sí. De todos modos no se suponía que te lo fueras a poner ahora. Es para cuando se va la energía”.

Alba vertió la segunda caldera en dos botellas de agua caliente y la volvió a rellenar y encender. Le entregó una de las botellas a Sauce. “Aquí tienes. Ponla en la cama así la calentará para más tarde”.

Mientras Sauce cumplía con lo ordenado, Alba puso algo de sopa en un cuenco y apagó el calentador. Cuando Sauce regresó, sentó a su hija a la mesa con la sopa y corrió a la ducha.

El agua estaba apenas tibia, pero quitó el frío del cuerpo de Alba. Con eso debería bastar. Esta noche iba a ser dura. Mientras se secaba el pelo, su memoria retrocedió a la víspera del Día de la Tierra de hacía seis años. Martin, su marido, estaba retrasado. El Sol ya se había puesto y se había perdido el Respeto al Árbol. Eso lo pondría en la lista mala, pero no importaría porque tenía una buena excusa.

Martin realizaba el mantenimiento de los molinos de viento y uno de ellos se había detenido. Por eso se le disculparía por lo del Respeto al Árbol, pero había hecho algo más.

Alba inclinó su cabeza ante el recuerdo de las campanillas. Había salido a buscarlo, dejando sola a la pequeña Sauce que entonces tenía un añito. Una acción peligrosa, una que podría hacer que Sauce fuera reasignada a otros padres, pero tuvo que arriesgarse. Nunca encontró a Martin, pero escuchó las campanillas. Un repiqueteo rítmico y feliz que removió una antigua alegría mientras envolvía su corazón con un moderno terror.

No encontró a Martin, pero sí a su teléfono. Estaba encendido, y Alba lo apagó inmediatamente. Llevar un teléfono encendido esa noche supondría seguramente la lista negra, y ella tenía una hija. Regresó corriendo a su casa con los ojos llenos de lágrimas, sabiendo que nunca más volvería a ver a Martin. Y así fue.

Las cortinas se oscurecieron. Alba las abrió para fisgonear. No quedaba suficiente luz como para producir sombras definidas. Se vistió apresuradamente y corrió a la cocina.

A través de la ventana de la cocina vio que el Sol ya estaba semi-escondido detrás del horizonte. Quedaban unos pocos minutos.

Sauce levantó la vista de la mesa. “¿Queda más sopa, Mami?”

“Sí. Por supuesto que sí, pero tendrás que comer a la luz de la LED”. Alba volvió a llenar el cuenco de Sauce. Quedaba todavía suficiente en la cacerola como para servir medio cuenco para ella pero era así únicamente porque ya había diluido sus raciones para estirarlas un poco más. Alba encendió la luz LED y la colocó sobre la mesa.

“Ahora tendremos que apagar la casa”. Alba deseó que hubiera habido tiempo para hacer hervir la caldera una vez más, pero las tenues luces significaban que había comenzado una caída de tensión. La caldera no llegaría a hervir a tiempo. Abrió un panel en la pared, deocrado con la estrella de cinco puntas del Día de la Tierra, y bajó la palanca que había en su interior.

El refunfuño del sistema de calefacción se silenció inmediatamente, así como el ronroneo del refrigerador. Se apagaron todas las luces excepto las LED cargadas con energía solar. Inmediatamente la casa comenzó a enfriarse.

Alba sintió un escalofrío y se preguntó a cuanto llegaría la cuota de la pensión la mañana siguiente. No era algo de lo que hablar con su hija pero ella sabía, simplemente sabía, que buena parte del Día de la Tierra se dedicaba a eliminar a los improductivos de la sociedad.

A diferencia de la mayoría de sus vecinos, Alba ya había comprendido que todos y cada uno de ellos llegarían a formar parte de esos pensionistas improductivos. Los jóvenes celebraban las muertes de los viejos pero nunca pensaban en su propia mortalidad. Nunca pensaban que algún día también llegaría su turno.

Alba se volvió hacia Sauce con una sonrisa forzada. “Dentro de poco será hora de ir a la cama. Mañana tendremos regalos y calor y luz de nuevo”. Puso el resto de sopa en su cuenco y se sentó frente a su hija.

Sauce dejó su cuchara y fue por el jersey que se había quitado. “¿Por qué tenemos que apagar todo? Son apenas las cuatro. Es tonto.” Se puso el jersey. “Hace demasiado frío como para apagar el calentador”.

“Es algo serio. No queremos estar en la lista mala”.

“Vamos, mamá. Ya no soy un bebé. No creo que Santa traiga regalos y que se lleve a la gente mala. Los regalos ya están aquí. Están en tu guardarropas”.

Alba se quedó inmóvil, con la cuchara a mitad de camino a su boca. “Sauce”, dijo lentamente. “Créelo. Santa es real y si escuchas sus campanillas, es que se está acercando. Es solo una noche en el año. Apenas una. Mañana, al ocaso, podremos volver a la normalidad. Pero esta noche la única energía que habrá en esta casa será la de las luces LED y no durarán toda la noche. No ha habido sol suficiente como para recargarlas totalmente”.

Alba dejó de lado su ya tibia sopa y entrecerró sus ojos mirando a Sauce. “¿Qué quieres decir con que los regalos ya están en mi guardarropas? Se supone que no tienes que mirar allí”.

“Sí, bueno, como te dije ya no soy un bebé. Además, Abril me dijo que Santa es gordo y fuma y bebe. Lo vio en algunas fotos viejas que tienen sus padres. De modo que ya debe estar muerto”.

Alba volvió a poner su cuchara en la sopa y la miró. “Ese es el viejo Santa. Está muerto. El nuevo Santa se viste de verde y es ágil, delgado y veloz. El viejo era todo alegría, pero el nuevo no. El viejo no era real, pero este nuevo sí lo es”. Alba aspiró por la nariz. “El viejo era uno solo. El nuevo son muchos. He escuchado las campanillas”.

Sauce hizo una risita. “No seas tonta, mami. El cuento dice que cualquiera que escuche el tintineo de las campanillas de Santa no vuelve a ser visto.” Su cara tomó una expresión de seriedad de salón de clase. “No preguntes por quién repican las campanillas. Repican por ti”. Su alegría regresó. “Así que no puedes haberlas escuchado”.

¿Debería contárselo? No, no todavía; era demasiado joven. Alba apoyó sus manos en la mesa. “Sauce, por favor, aunque lo creas o no. Aunque sea solo por esta noche, haz lo que te digo. ¿Por favor?”

El suspiro de Sauce fue una obra maestra de exageración. “Sí, mami. Te lo prometo”.

Alba se las arregló para ofrecer una sonrisa forzada. “Algún día comprenderás. Cuando seas mayor y tengas tu propia familia. Entonces comprenderás”.

“Sí, seguro”. Sauce se levantó de la mesa. “Mejor me voy a la cama. No hay nada más que hacer”.

“Buena idea. Ve mientras la botella de agua todavía está caliente. Si tienes frío durante la noche la puedes rellenar con los termos que hay al lado del fregadero”. Alba miró a los termos. Había llenado cuatro. Dos o tres para Sauce y uno para ella... o si era necesario, cuatro para Sauce.

“Sí, está bien. Gracias, mami”. Sauce comenzó a irse.

“Espera, quiero estar segura”. Alba asumió una expresión que esperaba fuera una disculpa. “No es que quiera ser una mami insufrible, en realidad. Es por tu seguridad”.

“Sí, lo que sea”. Sauce guió el camino hacia su habitación, donde Alba tomó su teléfono, su tableta y cualquier otra cosa conectada a Internet, y le dejó una luz LED junto a su cama.

“No es que no confíe en ti. Sí lo hago. Te amo. Es que por esta única noche del año, estas cosas son realmente peligrosas.” Alba oprimió los juguetes electrónicos entre sus brazos.

“Mami, funcionan con baterías y ni siquiera están conectados a la red de energía. No pueden ser rastreados a través del medidor inteligente y, de cualquier modo, tu desconectaste la red”. Sauce se sentó en su cama con los brazos cruzados.

“Lo sé, pero pueden ser rastreados a través de Internet. Los duendes de Santa están en todas partes”.

“Oh, mami...”

“Solo por esta noche, Sauce. Es solo una noche. Por favor, hazlo por mí”. “Oh, está bien”. Sauce se dejó caer de costado y se acurrucó bajo las mantas. Alba se inclinó sobre ella y de dio un beso, para luego abandonar la habitación con su carga electrónica.

La cocina ya estaba muy fría, tanto como la sopa. Sin embargo Alba dio cuenta de ella ya que de todos modos no quedaba ninguna forma de recalentarla.

Envuelta con todas las ropas que pudo ponerse, exhaló un suspiro de vapor en el frío aire. Martin lo había sabido. Se lo había dicho, se lo había enseñado, y tanto ella como Sauce estaban todavía aquí porque Alba no se lo había dicho a nadie más.

Era todo cuestión de control. Hacer que todo el mundo permaneciera parado durante una hora en el gélido frío y luego hacer que desconectaran la energía durante una noche y un día. Los medidores inteligentes podían hacerlo directamente, pero eso no era control. Hacer que la propia gente desconectara la energía... eso era control.

Tuvo que ser impuesto a través del miedo. Como con todas las religiones anteriores, el Culto del Dios Verde sustituyó los antiguos festivales con los suyos propios. El renacimiento del dios Sol, el solsticio de invierno, las ceremonias druidas y paganas a través de los milenios, fueron sustituidas con el nacimiento cristiano de Cristo y ahora con el Día de la Tierra del Dios Verde. Impulsado por el nuevo Santa que recompensaba a los fieles permitiéndoles disfrutar de los regalos que ellos mismos compraban y eliminando a aquellos que fallaban en la observancia de las declaraciones del Dios Verde. Especialmente en el Día de la Tierra.

Así que ahora Santa no era el alegre gordo fumador y bebedor de antaño a quien le gustaban la tarta de fruta y un trozo de jamón. Ahora, Santa era un vegetariano flaco lleno de odio e intolerante con los otros que no compartían su forma de vida. El rechoncho y barbudo de cara rojiza se había convertido en un bien afeitado demonio verdoso. Chin, chin, chin.

El sonido despertó a Alba de su ensoñamiento. Eso eran las campanillas de Santa. Bajó la cabeza. Esta noche había alguien en la lista mala.

Las campanillas se acercaron y se detuvieron. Alba frunció el ceño. Deberían venir por algún vecino. Si se hubiera molestado en conocer a algunos de ellos quizás podría haber adivinado quien podría ser.

“¡MAMI!”

El grito la cortó como una navaja. Saltó sobre sus pies. No era posible que Santa estuviera aquí por Sauce. Todos sus artículos electrónicos estaban sobre la mesa de la cocina. No había forma de que hubiera transgredido las normas.

Corrió hacia la habitación de Sauce y abrió la puerta de un empujón. La luz LED arrojaba su tenue resplandor naranja, lo suficiente como para ver la cama de Sauce, revuelta y vacía.

Había también otra luz, sobre la cama, justo debajo de la almohada. Un pequeño resplandor azul rectangular. Uno que Alba había visto antes, largo tiempo antes. Seis años antes, sobre la nieve.

Era el teléfono de Martin. Sauce debería haberlo tomado en alguna de sus correrías por la habitación de Alba. Su único conexión con su padre. Su último juguete. Su regalo final de navidad del padre que nunca conoció.

Alba cayó sobre sus rodillas y cubrió su cara con las manos. A la distancia, a través del aire nítido de una noche helada, un burlón “Ho ho ho” fundió su mente en la espantosa obscuridad.


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Traducido y publicado con autorización expresa de su autor.
Título original: For whom the bells jingle
Enlace con el original: aquí
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